AEBOX/Juan Álvarez/ — Manuel Porras Alcántara, que llegó al mundo un 10 de enero de 1928 en Málaga y lo abandonó un (nefasto) 17 de abril de 2019, resulta tan incalificable e indescriptible como púgiles que sólo él pudo calificar y describir. Desde que su pluma comenzó a publicar ágiles versos en 1951 y columnas en 1958 hasta su despedida de este mundo, acumuló premios, reconocimientos y elogios del acervo cultural nacional e internacional. Galardones, escuelas y bibliotecas son jalonadas hoy con su nombre, con la esperanza tal vez de que el mismo rayo de los dioses que a él impregnó con su talento para la escritura lo haga con algún otro. Empresa harto difícil.
Todos estos premios y los que no le fueron adjudicados, merecidos sin lugar a dudas todos ellos, no son capaces de englobar lo que Manuel Alcántara supuso para las letras, el periodismo y el mundo del boxeo español. Don Manuel fue capaz de aunar todo esto como nadie antes y después de él. Si los norteamericanos tienen a Liebling, nosotros tendremos por siempre a Don Manuel.
Alcántara es parte indisoluble de lo que, como más tarde daría título a una de sus obras, se conocerá como “La edad de oro del boxeo español”, esa época en la que los grandes ídolos deportivos españoles no eran futbolistas tatuados y con peinados ordenadamente desordenados, sino hombres salido de los barrios de las incipientes urbes españolas. Don Manuel plasmó en tinta una época en la que niños y mayores querían ser como Carrasco, Durán, Legrá, Fernández o Urtain. Una época tan estilosa como sus versos y columnas. Esa época en la que, cuando la imaginamos y nos retrotraemos a ella, visionamos en nuestra mente pequeños gimnasios en claroscuro pincelado por Caravaggio; vemos El Campo del Gas teñido en color sepia, donde dos hombres se dan de palos mientras el humo del tabaco se eleva a la bóveda celeste y se diluye en el cielo de Madrid.
Don Manuel era un hombre que practicó el “in virtus media res”, el arte de la moderación y la búsqueda del equilibrio. Simpático sin ser bufón, gustoso de tomar un Dry Martini evitando ser considerado por él mismo y por los demás un alcohólico o borracho, fumador sin llegar a la cadencia de nicotina diaria de un carretero. Don Manuel fue un hombre con clase, un dandy de la clase obrera, conservando la dignidad de un oficio lleno de bohemia, la de columnista de boxeo, donde en su época predominaban los especímenes de puro en la boca, traje de raya diplomática y sombrero de ala ancha.
Esta moderación, no obstante, desaparecía a la hora de narrar el noble arte del pugilismo, donde daba rienda suelta a todo lo que su prodigiosa mente y pluma eran capaces. Su estilo de narrar boxeo era delicado, pausado, pero a la vez vigoroso y tenaz. Sus relatos mantenían en tensión al espectador, que buscaba en la siguiente línea la narración del golpe que acabó con la pelea. Su narración acabó produciendo en el lector la misma sensación que un puño de acero envuelto en un guante de seda. Cuando aún hoy leemos viejas crónicas de peleas ya pasadas, por intrascendentes o insulsas que éstas fueran, nos parece leer el relato de la homérica pelea entre Aquiles y Héctor a las puertas de la muralla de Troya. En su famosa crónica de la pelea del hispano-uruguayo Alfredo Evangelista contra Muhammad Ali, nos parece leer como el púgil “apache”, envestido como Ayax, hijo de Telamón, rey de Salamina, combate contra la mayor figura que ha dado el noble arte. Solo su sagaz palabra acerca del transcurso de la contienda puede dar fe de la suerte de miedo y dudas que sentiría “The Greatest” al ver que Evangelista conservó la vertical durante todo el combate.
Su capacidad en el verso y en la crónica boxística se retroalimentaban, necesitaban y favorecían, como dos púgiles que se enfrentan en trilogía de combates a cada cual más vigoroso y espectacular que el anterior. Tal vez fue esta la razón por la que Don Manuel traspasó la edad dorada del boxeo y siguió aferrado al noble arte cuando en nuestro país el pugilismo estaba de capa caída. Cuando El Campo del Gas desapareció y las 16 cuerdas españolas se sumían en la penumbra, siguió relatando los intercambios de golpes igual que en los viejos tiempos. Además, y como los grandes boxeadores, superó y retiró a columnistas que comenzaron y terminaron su carrera antes que él. Varias décadas y decenas de miles de columnas periodísticas dan fe de lo extenso de su legado, que aún hoy seguimos devorando con la avidez del día de su estreno.
Tantas cosas por decir y el temor a que las palabras no hagan justicia a quien hace hoy un año nos abandonó. Como bíblicas Tablas de la Ley, la crónica de Alfredo Evangelista contra Muhammad Ali, su extensa obra poética, y en definitiva, la figura de Don Manuel Alcántara perdurará mucho tiempo después de su ida y de la nuestra. Cronistas de este y otros países intentarán aproximarse a la perfección de su métrica y estilo para quedar todos ellos a medio camino, como un diestro en una tarde de gloria que no es tal al cortar solo una oreja.
De mí, una guitarra
Ponte a vivir como loco:
ama, ríe, bebe, olvida.
Puesto a vivir todo es poco
por más que dure la vida.
Manuel Alcántara