AEBOX/Juan Álvarez.
Clint Eastwood dijo en una ocasión que las grandes aportaciones de Estados Unidos a la cultura del siglo XX habían sido dos: el jazz y las películas del Oeste. En lo más hondo del imaginario colectivo, los Estados Unidos de América sigue siendo esa tierra ignota de tierra rojiza regada por la sangre apache en la que el vaquero y su caballo caminan hacia el horizonte en un viaje sin fin. Estados Unidos siempre será el salvaje Oeste siempre será Estados Unidos.
Al igual que pasa con esta identificación cinéfila, desde los albores de los tiempos hasta la actualidad, el deporte de los puños nos ha entregado púgiles cuya dominación a escala mundial les ha erigido en representantes de una nación entera; si el boxeo mejicano es Chávez, el norteamericano Tyson y Clay, el argentino es Carlos Monzón, Puerto Rico es sin lugar a dudas Félix “Tito” Trinidad.
Trinidad, el gran jefe del boxeo boricua hasta la fecha, llegó a este mundo en San Juan el 10 de enero de 1973. En una isla pequeña pero en el que el microclima del boxeo lo impregnaba todo, Trinidad supo desde bien pequeño que triunfaría en el boxeo y se elevaría sobre las grandes leyendas isleñas. Su tarea, a priori, parecía hercúlea; a pesar de tener una reducida población, Puerto Rico era una auténtica factoría fordista en la producción de campeones de boxeo. Sus modelos más perfeccionados habían dado campeones entre los que destacaban Luis Ortíz, Wilfred Benítez o Wilfredo Gómez. Muy pronto Trinidad entendió que para ser el mejor boxeador de Puerto Rico tendría que ser uno de los mejores boxeadores de toda la historia.
Su ascenso a los altares del box comenzó cuando contaba con solo 17 años. Contra Ángel Romero en Miramar, aún en la isla que le vio nacer, Trinidad se internaba en el terreno del profesionalismo para alcanzar la gloria con la que siempre soñó . El resultado de este pleito sería el mismo que todos los que Tito Trinidad disputó los 11 años siguientes. A pesar de escalar divisiones y de que el nivel de sus oponentes iba in crescendo, Tito Trinidad fue convirtiéndose con el progresivo devenir de los rounds en una máquina de demolición impropia para un peleador de calibre bajo. Durante toda su carrera transitó en las divisiones ligero, superligero, wélter, superwélter e incluso semipesado ya en los estertores de su carrera. Fue en wélter en la que Trinidad encontró su lugar en el mundo y transformó la división welter en su particular locus amoenus. Como lo hubiera descrito Rubén Darío, las 140 libras fueron su remanso de paz, la categoría en la que era dueño y señor indiscutible, su lugar en el mundo. Pasaron los años y los oponentes sin que nadie penetrara en su jardín particular más allá de donde Trinidad les permitía.
Como púgil, el estilo de Trinidad se puede categorizar como la ortodoxia llevada a su límite más exquisito. Tito era fuerte y terso como la piel de un tambor de guerra púnico, y su físico le permitió a lo largo de su carrera adaptarse a diferentes divisiones y en todas ellas aplicar un ritmo demoledor a sus combates. Rápido como un peso gallo y con una pegada más propia de un supermedio, en ninguna pelea se echó hacia atrás y rehusó el intercambio de hierro en el centro del ring. Su derecha para terminar la combinación de dos o tres golpes también solía ser la que libraba de trabajo a los jueces y terminaba el combate; Su gancho de izquierdas, de precisión quirúrgica y ejecución artística, solo Julio César Chávez está en condiciones de mirar a los ojos. No obstante, y a pesar de su predilección por la ofensiva, Trinidad siempre gozó de la frialdad necesaria en los momentos de fervor de la sangre para esquivar y contragolpear.
Tito Trinidad, todo valentía y corazón, y como mandan los cánones y piden los fanáticos, se enfrentó a todos los Clase A de su generación. En una actitud que, por desgracia para las generaciones actuales, cada vez se ve menos, arriesgó su invicto tantas veces como veces otro superclase le citó para un duelo. Oscar De La Hoya, Pernell Whitaker o Ricardo Mayorga entre otros sucumbieron ante el ciclón boricua en peleas que aún visionamos para suspirar con la nostalgia de quien rememora las tardes de verano de la infancia.
Como todo buena leyenda que se precie, Tito conoció el sabor amargo de la derrota. La perfección y el récord invicto pueden tener un aroma artificial, y las derrotas, por el contrario, humanizan y dan valor a todo lo que un boxeador ha conseguido previamente. El 29 de septiembre de 2001 expuso su récord de 40-0 y sus títulos AMB, CMB y FIB, esta vez en el peso medio contra la leyenda del tiempo Bernard Hopkins, dominador de varias generaciones de boxeadores. Si las divisiones del peso wélter y superwélter eran el patio de recreo de Trinidad, en el peso medio se encontró en medio de un páramo ignoto en el que era un extraño, alguien desubicado e indefenso. Suena la campana yd esde el principio del pleito, Hopkins arrollaba a Tito con una combinación de potencia y velocidad para la que Trinidad no fue capaz de encontrar respuesta. Tito, con los arrestos de un campeón, en ningún momento retrocede y las dudas dejan paso a la determinación de que si hay que morir, se morirá matando, una innata lex para que un campeón pase a ser leyenda.
Los rounds se suceden en un goteo incesante de puntos a favor de Hopkins. Trinidad, por su parte, recibe la campana al igual que los perros de Pavlov y se lanza a la batalla. En el último asalto, no obstante, Hopkins termina por superar al boricua, que cae a la lona. El árbitro detiene la pelea y Trinidad pierde lo invicto pero forja la leyenda de quien no se arruga ante nadie en el peso que sea.
La derrota contra Bernard Hopkins marca, sin embargo, el principio del fin de la carrera de Trinidad. La primera derrota de un boxeador que lleva años invicto determina su carrera, y cómo se sobreponga a ésta hace la diferencia entre los buenos y las leyendas. Tras su primer varapalo, Trinidad se repuso para vencer a Ricardo “El Matador” Mayorga aplicándole un severo correctivo que el árbitro se encargó de detener en el octavo episodio de una pelea pactada a la distancia de doce asaltos. Un año más tarde, en 2005, volvió a soñar con la posibilidad de un título en el peso medio pero su escalada hacia el cinturón de las 160 libras del CMB fue interrumpida por Ronald Wright que le doblegó a los puntos. Tito anunciaba en ese momento que su tiempo sobre el altar del cuadrilátero había llegado a su fin.
Trinidad se fue con un sabor agridulce del ring. Una leyenda como él no podía retirarse después de una derrota así, por lo que en 2008 y esta vez en el peso semipesado volvía a la competición al máximo nivel. Como no podía ser de otra manera en Tito, esta vez se enfrentaba a otro experto en la demolición, Roy Jones Jr. dominador al igual que el de diferentes divisiones como pocas veces se ha visto en la historia de nuestro deporte. A pesar de que fue su primera y única conflagración en una división en la que ya habitan púgiles realmente grandes y pesados, el corazón de Trinidad le permitió nadar hasta la orilla y sucumbir por decisión unánime en 12 asaltos. Esta vez se retiraba definitivamente con todas las deudas saldadas y con la vitola de leyenda atemporal en la dulce ciencia.
Tito cumplió su sueño de infancia. Llenó de orgullo a su isla y enamoró al mundo pugilístico con su estilo, carisma y arrojo. A día de hoy, en el que el boxeo boricua tiene la garganta seca mientras recorre penosamente su particular travesía por el desierto, suspira y recuerda con orgullo el tiempo en el que la presencia de su bandera en el ring walk atemorizaba a rivales de todo el mundo. Mientras que no llegue otro boxeador que se pueda comparar a él, al boxeo en Puerto Rico le seguirán llamando Trinidad.
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