George Foreman – La leyenda del tiempo

AEBOX/Juan Alvarez/ — “Un hombre solo tiene tres grandes amores en su vida; son como los buenos boxeadores, aparece uno cada diez años; mis tres boxeadores han sido Joe Louis, Sugar Ray Robinson y Rocky Marciano”.

Muchos se enfundan los guantes con la esperanza de ser cegados por la brillante luz de los focos, pocos son encintados como campeones del mundo y una fracción atómica logra trascender.

El boxeo es, además, un arte (tal vez el más noble de todos ellos) en el que las pinceladas de cada púgil están contadas; cuerpos de 35 años, teórica plenitud humana, relatan a base de cicatrices, hematomas y carne tumefacta el crudo relato de nuestro deporte.

A los pocos años de coronar la cima deportiva nuestros ídolos bajan el altar del cuadrilátero por última vez en dirección al olvido y muy pocos consiguen alargar su carrera con la dignidad de sus días de juventud. La memoria del aficionado, fugaz como un destello de luz que atraviesa la oscuridad del cosmos, ve en una década tantos boxeadores que muchos de ellos son sepultados por las arenas del olvido a pesar de su valía. Algunos, no obstante, se mantienen en el recuerdo y los televisores de los aficionados hasta el fin de los tiempos.

Houston, Texas. 1949. El estado de Estados Unidos donde todo es más grande de lo normal sería la cuna de un boxeador que al igual que el sitio que le vio nacer no cabría en la inmensidad del cuadrilátero. Casi cumplida la mayoría de edad, nuestro protagonista no había entrado en contacto con las dieciséis cuerdas, y su idilio con los puños se daba en callejones, reyertas callejeras y encontronazos con la justicia. Foreman fue uno más que vio en las sogas del cuadrilátero la cuerda de rescate que se lanza a los
náufragos tras días de beber agua salada, presos de una sed incontrolable y primitiva.

Foreman nunca fue uno más. Nada más comenzar en el boxeo consiguió la medalla de oro en los juegos olímpicos de 1968. Con 19 años un joven Foreman lucía el oro en su hercúleo pecho mientras que en una mano agarraba las barras y estrellas con la fuerza que nunca le abandonaría. Sólo era el principio.

Foreman tuvo una larga carrera jalonada de combates cortos, algunos de ellos de duración irrisoria. El cloforomo con el que sus guantes parecían haberse macerado semanas antes del combate hacía que en los primeros episodios del pleito sus rivales perdieran la verticalidad para recuperarla largo tiempo después en el vestuario. El 22 de enero de 1973 tendría su primera oportunidad de conquistar un título importante.

Joe Frazier le había arrebatado poco tiempo atrás al eterno Muhammad Ali la corona de los pesos pesados y se disponía a defenderlo frente al joven Foreman en Kingston, Jamaica. Lo que sucedió esa noche caribeña sorprendió a propios y extraños. Frazier, poseedor de, probablemente, el mejor gancho de izquierdas de toda la historia del boxeo, lució como un amateur ante un gigante Foreman que castigó la humanidad de su rival durante dos asaltos en los que mandó a Frazier seis veces a la lona. En una de ellas la potencia desmedida de George hizo que “Smokin´” Joe se elevara por los aires. El juez dictaminó que el castigo había sido suficiente y detuvo la paliza en el segundo de los quince asaltos pactados.

Una vez que Foreman había conquistado los títulos The Ring, CMB y AMB del peso pesado, sus posteriores defensas se veían como una preparación ante el choque ante Muhammad Ali. Su futuro rival estaba, tras su parón por suspensión al negarse a ir a Vietnam, en el inicio del fin de su carrera según algunos expertos.

Tras tres defensas, una de ellas ante el rocoso Ken Norton, se preparó la velada contra Ali en Kinshasa, Zaire. Don King iniciaba con esta y otras peleas la mercadotecnia del boxeo moderno, llevando veladas estelares a los lugares más recónditos del globo terráqueo. Antes del combate, Foreman sufrió un corte en el ojo que pospuso la velada seis semanas, que el retador, Ali, aprovechó para proseguir su entrenamiento y dar rienda suelta a su verborrea a partes iguales. Ali, un genio dentro y fuera del ring,
consiguió que la opinión pública mundial se posicionara a su favor, otorgando a Foreman la categoría de ogro. La tarea artúrica del caballero Ali era arrebatarle el preciado y áureo tesoro en forma de cinturones de campeón.

El 30 de octubre de 1974 se produjo el choque de titanes. Mientras que el estadio 20 de Mai gritaba a viva voz “Ali, bumaye” (Alí, mátalo) Foreman acorralaba a su rival contra las cuerdas desatando un mar de golpes. La esquina de Ali gritaba despavorida que en ese combate las bromas no valían y comenzara a pelear. Los siete primeros asaltos fueron una repetición en bucle: Ali jugueteaba y esquivaba a duras penas la tormenta del desierto que el tejano descargaba sobre él, que se iba anotando asalto tras asalto. El octavo, no obstante, fue diferente. Ali se acopla al combate y comienza a lanzar golpes certeros como los que le llevaron a ser campeón olímpico en Roma. Foreman no encuentra respuesta pero sigue lanzando golpes. El palo a palo, que en teoría debería favorecer a la devastación boxística de Foreman, cae del lado del de Lousville, que se
lleva la pelea y los títulos para volver a ser campeón del mundo.

Tras una depresión que casi le retira definitivamente, Foreman vuelve a pelear en 1976 para emprender de nuevo la senda del triunfo, aunque para muchos detractores su carrera ya estaba marcada por la derrota ante Ali. Continúa sobre los cuadriláteros hasta 1977 para anunciar su retirada del boxeo para emprender un nuevo camino; Foreman, el gigante de ébano, encuentra el camino de Dios y se convierte en predicador.

Dentro de los inescrutables senderos que nuestro señor coloca ante nosotros, el que escogió Foreman le transformó por completo. Tal vez fuera la liberación de no sentir la presión propia del ámbito deportivo; tal vez, entre salmos y cartas de san Pablo a los corintios se hallase la verdad hecha verbo; el caso es que el huraño, díscolo y conflictivo Foreman dio paso a un gigante bonachón de amplia sonrisa y rosto afable que en el mediodía dominical proclamaba a los cuatro vientos sobre la redención del pecado a
través de la ayuda al prójimo.

10 años después de su retiro Foreman anuncia su vuelta al altar, esta vez al del cuadrilátero. En su segunda etapa queda poco del Foreman que trituró a Frazier. Con menos pelo y 20 kg de más, su movilidad se ha reducido pero su capacidad de demolición ha aumentado, si tal cosa fuera posible. Big George no vuelve a los cuadriláteros como una estrella de rock da una gira de despedida; su objetivo es la reconquista del título de los pesados.

24 victorias por KO y ninguna derrota después de su reentré en la dulce ciencia del boxeo se le concede la oportunidad de disputarle a Evander Holyfield los títulos de los pesados. “El choque de las edades” como fue bautizado el combate, despertada serias dudas. Pocos veían posible no solo una victoria de Foreman, sino que se daba por seguro que el parte médico de George al acabar el combate sería una tragedia griega. Nada más lejos de la realidad. Durante los 12 asaltos que duró la batalla entre dos eras
del boxeo, Foreman descargó toda su musculatura sobre la de Holyfield, que asistía estupefacto a un espectáculo sin igual; a pesar de que no paraba de conectar a Foreman, éste no parecía inmutarse y en ningún momento se vio a George con posibilidades de perder por KO. Tras los 12 asaltos de distancia Holyfield, sabedor de la leyenda a la que acababa de doblegar y conocedor del protocolo en estos casos, saluda a Foreman antes que celebrar su propio logro. En esta ocasión, la vieja sucumbe ante la nueva escuela.

Dolido por la derrota pero seguro de sus posibilidades de volver a pelear por el título, siguió dominando con facilidad a sus rivales a la espera de una nueva pelea por la redención. A pesar de que ya rondaba la cuarentena, su físico seguía permitiéndole optar a un cinturón, ésta vez frente a Tommy Morrison, protagonista de una de las películas de la saga “Rocky” y sobrino del vaquero por antonomasia, John Wayne. De nuevo a la distancia de 12 asaltos y por decisión unánime Foreman perdía el título.

Menos de un año después volvería a intentarlo. Michael Moorer era en 1994 campeón Lineal, AMB y FIB del peso pesado, títulos que expuso frente a Foreman un 5 de noviembre de ese mismo año en el MGM Grand de Las Vegas. Durante el combate el campeón se dedicó a lanzar y guardar la distancia con Foreman, que no encontraba la llave para desbloquear la situación. Los asaltos caían del lado de Moorer en un lento goteo de tortura china y el título se le volvía a escapar.

Se acercan los asaltos de campeonato. Los que separan a los niños de los hombres y a los héroes de las leyendas. Foreman sigue ocupando el centro del ring, prácticamente inmóvil, como un tancredo con licencia ocasional para intercambiar plomo con Moorer. Su defensa de cangrejo “a la francesa” no consigue parar lo que Moore trae, que se sigue llevando los asaltos a su esquina. El décimo comienza igual. Transcurre igual.
Foreman no parece sufrir deterioro físico, lo que no es óbice para afirmar que tiene el combate perdido hasta ese momento.

Ese momento termina faltando un minuto para la finalización del décimo asalto. Una mano impercetible, casi inmóvil, sin movimiento de hombros ni cadera, solo potencia pura. Moorer cae con lentitud trágica, casi a cámara lenta, similar a la que se debe presenciar al ver derrumbarse una secuoya centenaria. La lentitud o rapidez de la cuenta es indiferente; ni con un almanaque decimonónico Moorer podría recuperar la consciencia, verticalidad y humanidad que Foreman le ha arrebatado con un mandoble
al mentón. Termina la pelea.

No hay saltos, gritos ni extravagancias. Foreman mira al cielo, donde busca la aprobación de su Dios encarnado en los focos del MGM, donde a quien se rinde culto es a Don Dinero. El nuevo campeón del mundo de los pesos pesados se aproxima a su esquina, se arrodilla y comienza una oración.

Foreman perdió los títulos por no querer defenderlos. Pudo pelear contra Mike Tyson pero no cuajó. Se retiró y casi volvió de nuevo. Todo eso da igual. Su carrera terminó eldía que venció a Michael Moorer. No hacía falta más. Esa noche Foreman se convirtió en el campeón del mundo de los pesos pesados más longevo de la historia. Fue dos veces campeón del mundo con veinte años de diferencia entre ambas. Padres e hijos vieron cómo Foreman se elevaba a campeón en dos mundos casi diferentes porque, como él demostró, veinte años no son nada para una leyenda del tiempo.

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