Sergio Nuñez Vadillo – Golpes bajos.

AEBOX/Sergio Nuñez Vadillo/ — Un, dos, tres, cuatro… estaba tirado en la lona del cuadrilátero escuchando lentamente al arbitro realizar la cuenta de protección tras recibir un fuerte crochet de izquierdas en la mandíbula en el tercer asalto. Acababa de recibir un duro castigo en mi primer combate como boxeador amateur en una velada disputada a las afueras de Madrid. Aunque sabia que algún día acabaría en el suelo no imaginaba que iba a ser de esta manera.

Mi nombre es Onésimo, aunque todos me llaman “El Tiri”, porque de pequeño estaba hecho un tirillas. Soy una persona aguerrida y por los derroteros que he llevado a lo largo de mi dilatada vida suponía que, tarde o temprano iba a terminar por el suelo, pero la pregunta es ¿qué me ha llevado a acabar así?

Soy de comprensión atlética, mido uno setenta y peso sesenta y cinco kilos, peso welter en el argot boxístico. Llevo siempre el pelo cortito y mis rasgos físicos son totalmente celtiberos. Me encantan las motos y a los 13 años ya conducía todo tipo de motos de diversa cilindrada. Tengo mucho carácter, mi mayor defecto es el mal genio y la mordacidad, quizás mi principal virtud es el orgullo.

Seguía tendido en la lona del ring. De fondo oía vilmente el rugir del público y al arbitro gritando la cuenta de protección: cinco, seis… el bucal lo tenía delante totalmente ensangrentado, el cuerpo no lo podía mover, la mente nublosa, la cabeza atónita y, no se por qué, me vinieron a mi dolorida cabeza acontecimientos de mi vida que, posiblemente, fueron el detonante de mi actual situación.

Mi relación con el boxeo se inició al igual que otros muchos jóvenes con el famoso combate de Poli Díaz con Pernell Whitaker que vi en directo a las 4 de la mañana por Telecinco en compañía de mi padre en la casa del pueblo. O los famosos K.O de Mike Tyson, o también el programa de boxeo que Telecinco ofrecía los viernes por la noche. Si bien la verdad es que nunca me había atraído mucho este deporte al que al cabo de un tiempo descubrí que no se llama juego.

Hasta los 25 años no empecé a practicar deportes de contacto, y fue debido a que en una etapa de mi vida de mucho desfase nocturno y por buscar alicientes que ocuparan mis ratos libres me presenté en un gimnasio del barrio muy pintoresco denominado “New GYM” regentado por el carismático “Chule”, un veterano boxeador que nunca fue nada en su categoría de los pesos medios y que apenas tenía un par de peleas como profesional. Ahora ya retirado se dedicaba a pasar el día enseñando boxeo y kick boxing a propios y extraños, puesto que su clientela era muy particular.

La zona de boxeo se encontraba separada de la sala de musculación, pero mientras hacías pesas, según en al parte que te encontraras, podías ver a la gente boxear. Las clases eran por la tarde y eran muy movidas y didácticas, debido a la enorme variedad espiritual de su clientela. Te podías encontrar desde un “niño de papá” hasta un “pastelero”.

En un inicio empecé haciendo kick boxing debido a mi pasión por las películas de Van Damme y al parecerme más espectacular y divertido, pero con el paso de los días aprecié que el grupo de chavales que solo practicaban boxeo había entre ellos un rollo distinto a los que practicábamos deporte de puño y pierna. De hecho, sus gestos, comportamiento, palabras o simplemente su mirada, era distinta a la nuestra. Por aquel entonces Javier Castillejo se proclamó Campeón del Mundo y esa fenomenal noticia junto con el éxito de la película “million dollar baby” fueron los detonantes de que me animara a dejar el Kick y practicar exclusivamente boxeo.

Mis primeros pasos en boxeo no fueron del todo certeros, me encontraba un poco perdido y soltaba golpes con las tibias ante la perplejidad de mi oponente, “el pirri”, un boxeador de mi mismo peso que tenía 2 combates como amateur y los veranos los pasaba en Ibiza currando de camarero y el resto del año volvía a la península. Era muy técnico y controlaba a la perfección las esquivas y fintar.

Paralelamente mi vida la disfrutaba saliendo de marcha los viernes y sábados por la noche hasta altas horas y procurando viajar todo lo que podía. Era mi manera de desconectar del tema laboral, puesto que la situación era muy mala y solía cambiar de curro cada dos años debido a la poca estabilidad que tienen los trabajos de poca categoría profesional en donde los trabajadores basculábamos de uno a otro buscando un salario mayor.

Había estudiado FP un modulo de electrónica, al no gustarme estudiar, y trabajaba en lo que me iba saliendo: carretillero, almacenista, ordenanza… con unos sueldos míseros y con unas condiciones deprimentes. Estaba totalmente explotado y eso me frustraba. Por lo menos conseguí comprar un Golf GTI de segunda mano de color negro lo que hizo que estuviera muy contento. Era la primera vez que mi vida que tenía algo en propiedad.

Y poco a poco fui creciendo como boxeador lo que me llevó a cambiar de gimnasio para poder progresar, puesto que “el chule” era un gran maestro, pero se había encorsetado y no transmitía mucha ilusión a los púgiles. Así que me cambié a “el Jocar”, que es un gym más concienzudo y serio en deportes de contacto y, sobre todo, saca gente a competir, que era mi intención. Además se vino conmigo “el pirri”, mi pareja boxística, aunque al empezar en el nuevo Gym nos separaron para olvidar malos hábitos.

Los meses iban pasando y no veía el momento de debutar, además mi pareja de cuadrilátero ya había debutado y por más que se lo decía al entrenador este me contestaba diciendo que tenía que crecer todavía más para poder pelear de verdad. Esto me causaba un gran desasosiego, aunque en vez de tirar la toalla, me ayudaba a estar más motivado y entrenar con más ahínco.

Empecé asistir a veladas de boxeo en Madrid. La primera fue el abril del 2005 en

Alcobendas por el Campeonato de España del peso ligero entre Héctor Moreira y

Ancor Placeres, o ese mismo año en la Cubierta de Leganés vi boxear a Javi Castillejo,

Sergio “Maravilla” Martínez y Karim Kibir. Una experiencia inolvidable y pedagógica

desde el punto de vista de formación pugilística. También asistía a veladas amateur en Móstoles para ver a los chavales y poder “tomar apuntes”; visitaba las webs del sector para conocer el mundillo o veía películas. Y de esta manera fue como me fui forjando en un incondicional y seguidor del noble arte del pugilismo.

Mi vida se había estabilizado. Vivía con mis padres y mis 2 hermanos, tenía novia desde hace 3 años y el futuro laboral no era muy prometedor. Trabajaba largas jornadas por un sueldo cada vez más ajustado que solamente me daba para pagar el coche, el gimnasio y correrme alguna juerga. Cada vez que salía me divertía lo máximo posible para olvidar mi situación laboral. Eso sí, el boxeo me había permitido sosegar mi mente y no beber tanto, era mi nueva terapia emocional.

Con lo que si estaba furioso era con el sistema imperante en la actualidad que ha conseguido robar el tiempo de la gente para que sean sus rehenes, y que el poco tiempo que tengan lo ocupen en consumir o desahogarse con futbol, así tienen al público entretenido y no puede pensar. Y una persona que no piensa no puede revelarse contra quien lo oprime. Han impuesto unos sueldos míseros de supervivencia para que la muchedumbre dependa exclusivamente de “su trabajo”, y sean meros lacayos o esbirros; de esta manera, están a su redil; viviendo con miedo a perder el trabajo y, por ende, su pésima vida cargada de hipotecas y letras que, el sistema se ha encargado de diseñar de tal manera que estén bien atados. Son ciudadanos que tienen libertad, pero que no son libres.

Y esto me cabreaba y creaba frustración. Llamadme idealista o soñador, pero las injusticias y tropelías que se cernían contra mi pueblo y contra mí me malhumoraban porque no podía hacer nada por remediarlo.

A pesar de esto mi vida se había tranquilizado, había conseguido ese punto de paz y mesura que buscaba en el boxeo. Ahora descargada toda mi furia y adrenalina contenida boxeando. El boxeo me había ayudado a encauzar mi vida, sosegarme y esforzarme día a día. Toda esa ira y odio contenido durante tantos años por no poder cambiar el mundo la estaba canalizando con el boxeo y me estaba ayudando a no ser tan egoísta sino a ser más humilde y respetuoso con el rival. Estaba harto de estar enfadado con la sociedad, el sistema y conmigo mismo. Quería ser otra persona. Quería cambiar, y el boxeo me estaba ayudando. El boxeo me enseñó que ya que no podía cambiar el mundo, por lo menos que el mundo no me cambara a mí.

Este deporte no sé que tiene, será el enorme sacrificio, esfuerzo, adrenalina, pundonor… que ayuda a encauzar la vida y tomar decisiones de una manera más sosegada e inteligente, además, ayuda a valorar la pertenencia a un grupo y, sobre todo, a reafirmar la confianza y personalidad en uno mismo.

La cuenta de protección continua: siete, ocho… miro alrededor y solo veo caras desencajadas del público, mi entrenador haciendo aspavientos, mi vista sigue nublada y borrosa; no me vienen más acciones de mi vida hasta el día de hoy y no consigo interpretar el resultado de mis desdichas.

Mi intención por debutar como boxeador proseguía y a medida que se celebraban competiciones y no participaba esto hacía que me desilusionara, si bien volvía al gimnasio con más ganas si cabe de demostrar al entrenador que, al igual que los boxeadores, era un luchador dotado de coraje y pundonor, aunque en boxeo lo primero que hay que tener es cabeza, y, en segundo lugar, corazón.

Es curioso, de pequeño era un niño muy malo y desvergonzado que realizaba todo tipo de fechorías, y ahora me había convertido en un ser templado y amable.

Y llegó el día de mi debut. El entrenador me confirmo con un mes de antelación que tenía la oportunidad de debutar en una velada amateur a las afueras de Madrid y que mi contrincante era un púgil del mismo peso de Villaverde. Dije que sí sin dudarlo un solo momento. Mi sueño se iba a hacer realidad.

El mes previo al combate estuve en un sin vivir. Se habían pactado 4 asaltos y por los comentarios de mis compañeros decían que la primera vez que subes a un ring para boxear te tiemblan las piernas, no puedes respirar, no oyes, apenas puedes mantener los brazos en alto y los golpes que lanzas no son contra el rival, sino contra el aire. Una sensación inigualable e insólita.

El momento que el árbitro me anunció que en 5 minutos tenía que acceder al ring el corazón me dio un vuelco. La mente se me nubló, me costaba respirar, y esto sin haber empezado a pelear. Estaba a punto de hacer realidad un sueño y verdaderamente estaba pasándolo mal, pero esa adrenalina y excitación contenida es imposible de olvidar.

Subí al cuadrilátero y miré a los ojos a mi rival que tenía 2 combates ganados a los puntos. Mi entrenador me dio los últimos consejos hasta que oí la frase mítica:

¡segundos fuera!

El primer asalto fue de mera contemplación. Creo que no llegamos a cruzar cuero, solo lanzábamos golpes al aire, puesto que estábamos ambos púgiles fuera de la distancia. Yo era un manojo de nervios, me movía por el cuadrilátero de manera mecánica e intuitiva, pues todos los consejos y todo lo que había aprendido estos años se me borró de la mente.

En el segundo asalto pude dar un par de golpes a mi rival, uno en el mentón y otro en el pecho. Si en cambio él me asestó varios golpes con tremenda dureza en la cara, en uno de ellos empecé a sangrar por la nariz. El combate seguía, no oía ni escuchaba nada del público ni del entrenador, estaba en una nube peleando contra mi oponente o contra mi mismo. Los guantes me pesaban, el sudor sacudía mi frente y los guantes de mi adversario chocaban contra mis mejillas.

En el escaso minuto de descanso entre el segundo y tercer asalto lo único que entendí de mi entrenador era que procurara mantener en la distancia al rival y bascular de uno a otro lado con el pasito lateral, que no bajara la guardia y estuviera a la defensiva

esperando poder golpearle con un directo. Al oír la campana y dirigirme al centro de la lona, todos esos consejos se quedaron en el olvido.

El tercer asalto lo reiniciamos en donde dejamos el segundo, yo recibiendo duros golpes: jabs, crochet, ganchos… parecía en algunos momentos su sparring, hasta que en un brote de cólera o de orgullo empecé a soltar duros golpes con el jab esperando abrirme paso entre sus puños y rematarle con el directo o crochet, pero eso nunca llegó, pues mi adversario basculo y me dejó fuera de su distancia.

Lo único que recuerdo es que cuando sonó la campana de los 10 segundos antes de finalizar el asalto, el púgil de Villaverde esquivó mi gancho de derecha y me asestó un duro golpe en el hígado que me hizo mucho daño y dejó sin aire. Hinqué la rodilla en la lona, escupí el bucal, el arbitro se preparaba para al cuenta de protección, pero logré sobre ponerme y me puse de pié. A continuación retrocedí un metro sobre mi mismo y él aprovechó para soltar su uno-dos; yo intenté defenderme con los puños, pero este logró abrir mi guardia y en un rápido movimiento me soltó un crochet de izquierdas que hizo que callera de manera escabrosa sobre la lona.

Posiblemente fuera mi infancia, el barrio, mis padres o mi educación, el desarraigo o, simplemente, lo único que he mamado desde pequeño. Por más que lo pienso la violencia no me llevado a ningún sitio, al contrario, solo me ha cargado de odio y maldad. Ahora, tirado en la lona estoy pagando las consecuencias o quizás, sea la vida la que me ha dado un duro golpe y no mi contrincante. Dicen que la vida es una metáfora del boxeo, o al revés, el boxeo es una metáfora de la vida. Porque es la vida la que me ha noqueado.

En este momento es cuando me arrepiento de todas la fechorías que he realizado a lo largo de mi vida, puede ser que tenga miedo y por eso estoy arrepentido o, mi alma y espíritu están despidiéndose de la vida.

El árbitro sigue contando: nueve y diez. Veo de reojo al árbitro levantando el brazo derecho de mi oponente en señal de victoria. Mi entrenador es el único que sube a la lona para cerciorarse de mi estado. Me siento solo, asustado, por primera vez en mi vida tengo miedo. No sé si es por la soledad o por mi vulnerabilidad.

Siento como el entrenador intenta levantarme. Coge mi brazo y lo apoya en su hombro, me levanta y a duras penas consigue sentarme en el taburete de la esquina azul. Se aproxima el medico de la velada, me observa, abre mis ojos y sentencia: fuerte traumatismo craneoencefálico. Hay que llevarlo al hospital para hacer un reconocimiento.

Solo sé que aparecí en una habitación del Hospital 12 de octubre vestido con una bata blanca con numerosos contusiones en la cara y varios dedos fraccionados. A mi lado no había nadie. Volvía a estar solo aunque por primera vez en mucho tiempo volví a sonreír al certificar que estaba vivo. Creo que los golpes y el castigo recibido junto la cura de humildad a la que había sido aleccionado sobre el cuadrilátero habían

expulsado toda mi ira y odio contenido durante tantos años. Era un autentico escarmiento.

Había conseguido mi sueño de sentirme boxeador y debutar sobre un ring disfrutando de ese aroma a embrocación que solo la “tarima brava” puede ofrecer. Aunque, en la encrucijada del cuadrilátero la vida se ve de distinta manera porque el boxeo no miente, sobre el ring se reconoce la valentía del púgil, pero también su calidad y técnica boxística. El ring te pone en tu sitio como boxeador y como persona. Y a mi me habían sucedido en ambos casos.

Algún día devolveré al boxeo lo que el boxeo tanto a mí me ha dado. Ahora de vuelta a la calma analizando mis últimos derroteros en la vida y sobre el ring, he de reconocer que el cuadrilátero me ha puesto en mi sitio, si algo bueno tiene el boxeo es que el rival viene de frente bajo una reglas establecidas en donde los golpes bajos no están permitidos; en la vida, sin en cambio, los enemigos te apuñalan por la espalda, los adversarios pueden estar a tu lado sin darte cuenta y, lo que es peor, está todo permitido.

Si algo bueno tienes el boxeo es que están prohibidos los golpes bajos. En la vida no es así.

¡Segundos fuera!