Julio César Chávez – Larga vida al Rey – Ave César

AEBOX/Juan Álvarez Barrena/ — 12 de julio de 1962. Ciudad Obregón, puro estado de Sonora. Nacía otro cachorro famélico, uno más que, previsiblemente y junto a sus diez hermanos, arrastraría su existencia en un país asesinado por la pobreza, la corrupción y el crimen.

Ventiscas de polvo abrasador que llevan aplacando siglos el alma de un pueblo demasiado lejos de Dios y demasiado cerca de Estados Unidos. Contra la historia escrita en mármol que fuerza su repetición de manera ineluctable, el cachorro del 12 de julio decidió bien temprano trascender, salir, prosperar, triunfar y perdurar. Julio César Chávez González engañó a la Historia, a la vida y a la muerte.

Un paso escueto por lo amateur. En medio de un país en el que la corrupción es tan deporte nacional como el boxeo, el joven Julio César no estaba dispuesto a derramar sangre sin contrapartida, desde que existe la lucha de clases, el obrero exige a partes iguales dignidad, respeto y pan.

Comenzaba el 12 de mayo de 1980 su carrera profesional. André Félix fue su primer obstáculo en el camino. Pronto cayó derribado. Igual que el segundo, el tercero, el cuarto.. la carrera del joven Chávez comenzaba a asemejarse a un espectáculo de dominó. Tras el golpe inicial, la precipitación al vacío de sus rivales no era sino un espectáculo cuestión de tiempo ante el que solo cabía la contemplación con un fervor religioso. Antes de que el récord de Chávez contabilizara su primera casilla en rojo 89 hombres subieron al ring para enfrentarse a él y, desde la inmensidad de la hipotenusa que separa las dos esquinas, le miraron a los ojos pensando en que serían los primeros en derrotarle. Todos sufrieron la misma suerte.

Chávez fue Ícaro y Dédalo. Ingenioso para escapar del laberinto pero pasional y salvaje para acercarse demasiado al fuego total del astro rey. La caída de Chávez se materializa en su primer aterrizaje en el aterciopelado ring contra Frankie Randall. Un impacto desde alturas tan colosales solo podía mandarlo, como no podría ser de otro modo, a profundidades abisales. Así fue El César del Boxeo durante toda su carrera: todo o nada, amor u odio, corazón o cerebro.

Chávez volvió a ganar pero todo cambió. También volvió a perder. Su mácula comenzó a palidecer igual que el bronce expuesto en una plaza a merced de la climatología. El muchacho sencillo que peleaba para que su madre dejara de fregar las mansiones de los ricos se convirtió en el tipo de hombre al que detestaba. El gimnasio fue sustituido por locales de oscuridad inspirados en las postrimerías de Valdés Leal, con una diversión estéril y transitoria que arrebatan el alma de los hombres más rectos. A pesar de todo ello, ni el Chávez de los estertores de su vida deportiva fueron capaces de derribar el ídolo que él mismo erigió desde la primera victoria contra Félix.

Chávez no fue un boxeador. Fue el boxeo mexicano. Nunca necesitó tatuarse el águila sobre el árbol del nopal; su tinta fue sangre y sus marcas irán dentro de él hasta el fin de sus días. Incesante en su acoso a través del ring, pétreo en el pegar y en el recibir, cerebral en la defensa si se requería y morbosamente salvaje cuando sus guantes notaban la líquida humedad de la sangre rival. Cambiando golpes arriba y abajo no ha habido ni habrá dos o tres más como él.

En 115 pleitos como profesional tuvo tiempo para clavar la pica azteca en tres divisiones, bregar contra innumerables campeones y ser inmortalizado en el Salón de la fama.

El César es ese boxeo que emociona. Sobresalta y sobrecoge. Eriza la piel si el final es el correcto, torna a una nación entera a la apatía si cae al suelo.

La arena de los tiempos, injusta con los simples mortales, la misma que no ha tumbado a las pirámides, tampoco lo hará con Chávez.

El día después de que se retiren las estrellas que hoy alumbran la constelación del boxeo, habrá ojos vidriosos al ver a Chávez entrar en el azteca, nudos en la garganta al recordar que un 17 de marzo le echó cojones y soltó todo lo que tenía, éxtasis al ver que su inmortal cinta roja sobrepasaba la santería de Rosario… El día que el boxeo desaparezca, la sonrisa de Chávez seguirá ahí.

¡LARGA VIDA AL REY!

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