AEBOX/Juan Álvarez/
¿Acaso hay mayor valor, más puro y genuino, más crudo y primitivo, que el valor de los pioneros? La primera pisada en el irredento continente ignoto, la marcha hacia lo desconocido, el primer párrafo del capítulo no escrito. Pioneros cuyas huellas ya se encontraban tatuadas en la roca viva antes de nuestra llegada al mundo y que permanecerán en ese mismo lugar, inmóviles, mucho después de que lo abandonemos y que servirán de guía para los próximos quijotes que se embarquen en estas aventuras.
El boxeo español, de historia condensada en la pasada centuria, sigue siendo de tomos finos en comparación con las grandes naciones pugilísticas, pero no por ello menos cebada de estos grandes nombres. La situación de nuestro deporte, quizá, siempre pendiente de rememorar y reverdecer laureles secos hoy por la consunción de la auténtica gloria, nos hace ojear cada cierto tiempo esos capítulos para algunos ya olvidados. Esos héroes que pisaron por primera vez las tierras que nosotros hoy transitamos con la adolescente insolencia de los que creen que todo fue así siempre. Manolo Calvo fue uno de nuestros héroes.
Horizontes infinitos. Tierra dorada y amarilla. Molinos gigantes que se tornan minúsculos en medio de una inmensidad ancestral. Colores puros del sol y las nubes. La totalidad primigenia de la meseta castellana fue el lugar que los dioses eligieron para forjar uno de nuestros grandes campeones. Loranca de Tajuña. 1941. El recuerdo de una guerra que solo dos años antes había pegado su último tiro, pero cuya herida abierta en canal, carnosa, púrpura y brillante, habría de impregnar la vida de todos los españoles en lo sucesivo. Pan negro y calles de tierra. Paredes blancas y sábanas que ondean al viento. La bandera de los que no tienen patria. Pies negros y rodillas peladas, heridas. Costillas marcadas y pómulos cetrinos, cincelados por el viento hasta dejarlos brillantes como la cubertería de plata que se agolpa en los muebles de las familias acomodadas de las capitales de provincia. Manuel Calvo Fernández fue el solo, como todos, el resumen de una generación dentro de España que miraba al cielo buscando respuestas y la salida hacia una vida mejor.
El boxeo le salvó. Deporte que como pocos se ha transformado en la tabla a la que el último naufrago de un pecio carcomido se agarra para seguir vivo. Las vidas que ha destrozado son un insignificante peaje que hay que asumir por todas las que ha salvado. Las neveras que ha llenado. Solo el boxeo es capaz de forjar deportistas que, para llegar a la cima, tienen que optar por el ascetismo monacal y la entrega total mientras sus familias gozan de todos los placeres terrenales.
Manolo debutó con 22 años. Tarde en el boxeo actual. Lógico en su época. Perfecto si tienes las ideas claras y la hoja de ruta marcada. Contra Luis Aisa llegó su debut y también su primera derrota. El pecado original del boxeador. La cicatriz del explorador que atraviesa su rostro y que permanece junto a él durante el resto de la travesía como una suerte de recordatorio. La casilla de salida firmada con sangre.
Algo le debieron ver. La evidencia del talento manaba en Manolo de tal manera que la derrota se asumía como una anécdota para recordar en un paseo al atardecer en el campo castellano. Siguió su camino peleando, ganando y perdiendo, siempre peleando. De frente. Sin miedo al éxito o al fracaso. Solo a no intentarlo, no hacerlo o hacerlo falto de sinceridad.
En un viaje circular, Manuel Calvo, cuatro años luego de su debut, se jugaba el título mundial de los plumas contra su primer verdugo. La Casilla, uno de los templos de obligada visita para los aficionados al boxeo en la época, fue el coliseo elegido para el choque que habría de oscilar entre la repetición o la redención. El todo o nada. El abandono o la continuación de una nueva etapa. Calvo, ansioso por cerrar la primera etapa de su camino y comenzar la siguiente, decido no esperar al veredicto de los jueces. Las prisas y la determinación de llegar a la gloria no pueden esperar el trámite de la distancia completa de un combate. KO técnico para colgar sobre su estrecha cintura el cinto que lo nombraba como el mejor de la piel de toro en la categoría de los plumas.
Acumulación de victorias y hegemonía para un Manolo al que, tras haberse criado en la inmensidad de Castilla, un título español le sabe apoco. La faja rojigualda le oprime. La gloria nacional aparca un regusto agrio en sus papilas gustativas. Solo la dominación continental calmaría su sed de victorias y quién sabe si esa angustia tan humana que nos acompaña como último pensamiento antes de dormir y que nos hace preguntarnos si seremos capaces de hacerlo. Ser mejores. Ganar y perdurar.
Doce victorias al hilo, como doce discípulos tuvo nuestro señor, separaron la acometida por la lucha nacional y la continental en la carrera de Manolo Calvo. Solidez y plenitud en un boxeo tosco, básico. Fuerza destacada para un peso chico. Combinaciones de nunca más de cuatro golpes que con ínfulas de arquero presto hacen que se remueva el interior de la humanidad rival. Golpes que más que golpear intentan derribar, hacer sucumbir y acabar con el muro de carne que se interpone entre un hombre y un destino que se escribe golpe a golpe, aunque el protagonista siempre tienda a pensar que está escrito desde antes de la creación del tiempo mismo. No hace falta la técnica cuando un boxeador es natural. Se aparca la ciencia donde aparecen el instinto y el corazón. Las manoplas se agolpan en las esquinas de los gimnasios cuando un boxeador auténtico, los de verdad, sabe que para ganar solo necesita castigar el saco, saltar a la cuerda. Correr más, sudar más, pegar más rápido y más fuerte.
Nevio Carbi. El rival que define su carrera. Del que siempre Manolo hablaba y del que todos le preguntaban. Price de Barcelona, otro de los sacrosantos altares para los púgiles de una España aún deprimida con ansias de desperezarse, levantarse y andar. El 17 de diciembre de 1968 fue el día que la historia del boxeo español eligió para Manuel Calvo. Pantaloneta y batín atlético de satén como única armadura para disputar su batalla más trascendental. Victoria a los puntos y un plan de dominación continental acabado pocos años después de su debut, cuando enumerar esta lista de logros como posible hubiera sido una osadía para el resto de los mortales.
Manolo no pudo superar la barrera invisible pero a veces inamovible e infranqueable de la primera defensa. Derrota contra Galli para perder el cinto europeo y de nuevo contra el propio Galli en la revancha. Las derrotas empujaron a Calvo al ámbito nacional, donde, ahora en la categoría de los ligeros y en búsqueda de una segunda división, perdería contra el también legendario Kid Tano. Dos derrotas más por el título nacional contra rivales como Perico Fernández (uno de nuestros campeones mundiales) y Jerónimo Lucas para poner fin a una carrera sin igual.
¿Qué importa un traspiés en el camino a lo desconocido? ¿Cómo reprochar al pionero el error, su falla en el cálculo, si ante la falta de horizonte se pone corazón y determinación? ¿Cómo hubiese reaccionado un simple mortal ante la presión en los hombros del peso de la historia al posarse sobre ellos?
Manuel Calvo y toda una generación de boxeadores erigieron senderos por los que nuestros campeones de hoy transitan en búsqueda de la gloria que sus predecesores consiguieron. Con menos medios. Más miedos. Más ganas. Porque fueron, somos. Porque somos, serán.