Solo en el Olimpo – Enrique Rodríguez Cal «Dacal»

AEBOX/Juan Álvarez/–Munich. Verano de 1972. Monumentales coliseos de hormigón creados ex novo para una reapertura al mundo. Un carpetazo a las últimas olimpiadas celebradas en Alemania, perenne y ominoso recuerdo del mundo contemporáneo.
Chaquetas de pana en los graderíos, bocadillos de jamón cortados y empaquetados a duras penas hace meses y a miles de kilómetros son el tentempié de inmigrantes españoles afincados ahora en el corazón del antiguo Sacro Imperio. Numerosa minoría en la construcción y la industria, la sal de la tierra y la sangre que emana de una herida
abierta de emigración y dolor, nuestros abuelos se reúnen para ver a uno de los suyos, de los nuestros, en acción.

Minimosca engominado. Bigote perfilado como dicta la industria de Hollywood y el desarrollismo patrio, hermanados en lo esencial desde los 50. Enjuto, pequeño y zurdo. Enríque Rodríguez Cal se deshace de sus rivales sin excesivo problema. En tensión constante entre el sonido de campanas, escorzos más vistos en el mármol de Carrara, manos abiertas dentro del guante, como manda el antiguo canon olímpico, como si quisiese apresar entre ellas la inmensidad pugilista que se abre ante el, como si quisiese abrazar a los miles de compatriotas que, una vez acabado el combate, volverían a sus casas alejadas de su auténtico hogar.

El disco de bronce en el cuello de Dacal, a escaso metro y medio del suelo, se convertiría en el único metal que nos embolsaríamos en las olimpiadas de 1972. El deporte de todo un país descansa sobre los hombros de un solo hombre, un atlante que sostiene la humanidad y cuyo balanceo puede provocar catástrofes. Pero no es un
atlante, ni un dios ni un gigante. Es un chico de Avilés que ha subido solo al Olimpo del deporte sin el acompañamiento de otro deportista español más.

Enrique Rodríguez Cal llega a este mundo un 17 de noviembre de 1951 en un pequeño piso de Avilés. Cuenca asturiana. La gente de allí crece dura o no crece. Su pasión por enfundarse los guantes le viene, como a muchos otros, por el deseo de mímesis con sus mayores. Uno de sus hermanos con más edad fue boxeador profesional durante más de siete años. Imposible describir con palabras la admiración con la que el joven Dacal miraría hacia arriba al ver a su hermano ataviado como un moderno pancracio; más imposible imaginar el orgullo al haberle honrado.

La trayectoria de Dacal vive del amateur fugaz. Corto pero con pasos firmes, rotundos, de la misma manera que se plantó frente al cubano Carbonell y al que desesperó aquella tarde en Munich1972. Muchas medallas en poco tiempo como las de los Juegos del Mediterráneo, Olimpiadas, Mundial, campeonato de Europa. Todas en el minimosca, el único de los nuestros que transitó con éxito unas tierras ignotas para los demás. Tal vez sea porque sobre los 70 los españoles ya tienen comida y nevera y los nuevos árboles humanos que pueblan nuestro país crecen más alto.

Su medalla de bronce en Múnich 1972 (recordemos, la única) fue motivo más que de sobra para nombrarle abanderado en la siguiente cita de los anillos multicolor en Montreal 1976. Para aquellos entonces su ciclo medallístico ya había sido consumado con creces con un nuevo bronce en el mundial de La Habana en 1974 y la plata europea de Kalowice de 1975.

Más arrollador si cabe que dentro del cuadrilátero fue fuera de él. Hombre sencillo, se alejó de manera visceral del boxeo profesional, nada seducido por el dinero que reportaba y mucho menos el sacrificio que exigía. Desde su puesto en ENSIDESA y las ayudas de la Delegación a nuestros deportistas desarrolló una vida próspera y feliz
cerca de los suyos, de su gente, de lo que él era y representaba, de lo que le llevó a ser grande como pocos.
A principios de este año llegaba la noticia de la enfermedad que hoy apaga su llama.

Como un boxeador puede dejar los guantes aparcados pero no la esencia que lo acompañó arriba en el ring, asumió con valentía y dignidad lo que quedaba y lo que venía frente a él hasta que sonara la campana final.

Su vida y su carrera son el triunfo y el orgullo de los de abajo. De los que no aparecen en los libros de Historia y están condenados durante generaciones a ser nadie. A ser nadie hasta que la voluntad de uno de esos muchos se tronca imparable y consigue lo que les parece vetado. Solo unos pocos como Enrique Rodríguez Cal, capaces de no
mostrar miedo ni pavor al subir solos al Olimpo.

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